Se supone que ser agradecido en el ejercicio de la política debe ser una cualidad fundamental para moldear reciprocidades positivas entre políticos entre sí y entre políticos y los demás ciudadanos.
Desgraciadamente, la política tiene maneras muy extrañas para expresar la gratitud, que muchas veces no tienen colindancia con la gratitud, sentimiento que los políticos consideran ingenuidad desde la percepción estratégica de que la política es un juego permanente de conveniencias, que echa a un lado la conexión genuina entre personas formadas fuera de las aulas de la política.
La actividad política es un campo de batalla minado con rivalidades explosivas y amistades por utilidad. Por lo que agradecer en política es un acto de intercambio de conveniencias y a veces de complicidades, que desaparece al mismo tiempo que sucumbe un cargo, ostentado en el Estado o en el partido político.
El acto puro del agradecimiento se concibe como un gesto de cortesía que debemos llevar siempre en nuestra faltriquera, para disponer de él frente a cualquier gesto que, por nimio que sea, nos favorezca de alguna manera en la cotidianidad del día a día.
Agradecimiento es el producto de una cultura de respeto que lo nutre, que se basa en el reconocimiento del valor y la dignidad de las personas que nos rodean. Agradecer y respetar van de la mano, constituyen una ofrenda, una muestra de agrado que solo se logra con formación hogareña y se fortalece con la escolaridad, y constituyen un tributo, un gesto que enaltece la condición humana.
La gratitud que se germina en el ejercicio agobiante y sudoroso de la política hay que buscarla en el lado opuesto de la afabilidad, gentileza, finura y el comedimiento con el que se adorna la simulación; pero, en la política, el agradecimiento sincero genera recelo, preocupación, resquemor, inquina y barrunto; porque no se sabe el día en el que habrá que cambiar de bando y comulgar en otros altares adorando a otros dioses.
Casi siempre, los líderes políticos agradecen y hasta perdonan, sometidos a la cuadriculación del cálculo de las conveniencias, nunca del capricho, sino dentro de los parámetros del inevitable ‘vínculo de necesidad’. Si el subalterno no necesita al líder, el líder no lo puede utilizar como aliado incondicional; por ello siempre se le encasilla en la lista de posible adversario.
Las denominadas bases siempre son las víctimas de la ingratitud electoral. Al opositor que se encarrila en el último tramo de la meta, se le beneficia de los pactos y acuerdos. Con el que forma parte del colchón de votos no se pacta nada, solo sígueme y vota por mí.
Los contrarios que llegan en la hora final se redimen de sus pecados y enarbolan, con la dignidad en bandolera, se colocan frente al horno para, mediante el desagradable acto de imponer el acuerdo sobre el mérito, recibir la mejor tajada del pastel a cambio de magros aportes en votos y de sumisión total, requisito esencial para una convivencia saludable, llevadera y sostenible, con el liderazgo del partido que los acoge.
La contribución de los aliados nunca se corresponde con el sacrificio de la militancia cautiva. Todo acuerdo implica sacrificar principios e ignorar la contribución de los actores más cercanos, porque no media el acto de agradecimiento. Un equipo cautivo vale menos que un adversario. En la lucha por el poder no se reconocen esfuerzos ni inquietudes ajenas.
En política ni se odia ni se ama; en su tormenta de arena, el agradecimiento es una muy delgada formalidad que no está en la lista de urgencias, sino en el catálogo de habilidades como una simple cuestión de etiqueta protocolar.