En la jornada de la vida, cada persona a su manera persigue alguna meta que le haga sentirse realizado, en el disfrute de la gloria. Cada uno desarrolla su existencia alcanzando y valorando sus logros, esperando que los demás reconozcan sus éxitos, como puntales esenciales de su existencia. No obstante, en este interés por alcanzar la cumbre, casi siempre olvidamos una particularidad trascendental: la grandeza de recogerse a tiempo, de apartarse del escenario cuando a la gloria se le secan los dientes de tanto sonreírnos, antes de que la vejez nos envuelva en los ropajes de la ridiculez.
Durante toda la historia de la humanidad la juventud ha sido exaltada por su energía, por su vigor, por la belleza que adorna la flor de la vida.
La juventud es actividad en constante frenesí, donde la competitividad es indómita y el empuje hacia la cima es una actitud permanente.
La juventud es una carrera hacia la superación y, cuando ésta se alcanza, fácilmente el ser humano pasa por alto el sentido lógico de la etapa útil de la vida y se aferra a la gloria, se agarra del poder, cual si fuese un salvavida, sin respetar las huellas imborrables que va dejando el paso del tiempo sobre la piel, el agotamiento del cuerpo físico y de la vitalidad del pensamiento.
El proceso de la vida está dividido en etapas: niñez, adolescencia, juventud y vejez. La sabiduría genuina radica en distinguir la oportunidad apropiada para retirarse. No quiere esto decir que debemos sacrificar nuestras pretensiones y esperanzas ni echar a un lado nuestros éxitos, se trata de comprender que con la vejez se inicia una nueva porción del camino, un trayecto largo y específico para saborear nuestras victorias y dejar que la próxima generación pase adelante y triunfe también.
Cuando llega la vejez debemos entender que hay un tiempo para todo en la vida, que la gloria no es para siempre, que es efímera y que la única forma de hacerla perdurar con dignidad es retirándose a tiempo, antes de perder la lucidez, el equilibrio físico y mental, antes de perder el brillo del razonamiento.
La vejez es una pausa larga para descansar en el marco de un traslado sosegado a una fase en el desarrollo de la meditación y el consejo oportuno. Es preferible retirarse estando en la cúspide de una carrera, porque ello nos garantiza ser recordados por nuestros triunfos y no por la obstinación de aferrarnos a la sombra de lo que fuimos, con la mezquindad de una extravagante vejez como única compañera.
Retirarse a tiempo es un acto de gallardía y sensatez. Es reconocer el derecho de la siguiente generación a llegar a la cima. Es tener la clarividencia y la cordura de avistar otras formas de contribuir al mundo, más allá de un ejercicio profesional o de un cargo público, dedicándose a sembrar relaciones significativas, a disfrutar el placer de las ocurrencias de los nietos y a transferir la experiencia y los conocimientos adquiridos a las generaciones venideras.
Retirarse a tiempo nos ofrece el acierto de salvaguardar nuestra dignidad y la integridad moral. Evita que nos arriesguemos al caricaturesco espectáculo de la compasión, al querer estirar nuestra permanencia en una atmósfera que ya pertenece a la juventud.
La utilidad de retirarse a tiempo luego de disfrutar la gloria es una afirmación de nuestra propia humanidad y grandeza. El retiro en la vejez es un acto de sabiduría y madurez, que preserva la nobleza de nuestros logros.
La mayor dignidad de un ser humano radica en saber cuál es el momento de ‘dejar hacer y dejar pasar’ a otros para que ocupen el centro del escenario.