Estuvimos entrelazados por la vida más no por el destino. Elegimos senderos diferentes de acuerdo a nuestros intereses particulares, preferenciales y circunstánciales. Pero ella es un poco compleja, un poco caprichosa, endeble y frágil, que solo se fortalece con el sentimiento puro, sincero y leal; es cuando se vuelve inquebrantable, cuando nos abrimos a la confianza, al apego del hermano, al buen compartir, a las risas sin límites, a la tristeza apoyada en el hombro que nos consuela, a las despedidas de quienes parten al nunca jamás y a la bienvenida de un nuevo miembro del clan.

Con el transcurrir del tiempo se consolida en hermandad, en un nuevo y limitado anillo social, con una membresía selecta, con virtudes y defectos, con consejos de vida, con vivencias compartidas y remembranzas que hacen el indicativo de que pasamos juntos el trajinar del diario vivir, de las altas y las bajas, de la objetividad inducida cuando la depresión embarga a través de un desorden químico-hormonal llamado vejez, del bolsillo pelao o del hijo en problemas.

Es entonces cuando nos damos cuenta que los kilates, los de su peso en oro, en roble bruto, en caminos allanados por compañeros que nos facilitan el tránsito hacia la próxima parada, hacia el próximo encuentro, que cada estación sin la presencia de ellos no vale nada, que brillamos por la luz creada en cada dínamo que poseemos y que solos no somos capaces de emitir la luz que alumbra el camino oscuro, angosto e inseguro de la soledad.

Y cuando llega a su término debemos aceptarla con el dolor del duelo que nos deja en el corazón, la cicatriz en el alma y la conciencia pesada. Pero si hemos actuado bien, con el tiempo llegará la liviandad y la gran satisfacción de que ganamos lo que pensamos que habíamos perdido.

La amistad no tiene precio, pero vale tanto, tanto, tanto que no cuesta nada, que muchos adolecemos de ella, que perderla es tan sencillo y que cultivarla a veces cuesta una vida.

Jaro.-