Vivimos en un mundo acelerado, donde la tecnología nos arrastra en un torbellino de información que, en la mayoría de los casos, ni siquiera tenemos tiempo de procesar. Los niños, desde sus primeros años, están siendo bombardeados con estímulos rápidos y fáciles, donde todo se consume a la velocidad de un clic. Entonces surge la pregunta: ¿estamos condenando a nuestros pequeños a vivir en una realidad donde pensar profundamente es un lujo y leer se convierte en una tarea inútil?
La lectura, ese acto aparentemente trivial de pasar páginas, es la última frontera que nos queda frente a un mundo que ha olvidado la importancia de la reflexión. Como lectora empedernida, educadora y estudiante de psicología educativa, observo con preocupación cómo la lectura se convierte, cada vez más, en un lujo al que pocos tienen acceso. En mi experiencia trabajando con niños, he sido testigo de cómo muchos de ellos no saben cómo enfrentarse a un libro sin sentirse intimidados. La razón es clara: desde pequeños se les ha inculcado que la inmediatez y lo visual son la única forma válida de “aprender” y “entender” el mundo.
¿Y qué les pasa a esos niños que crecen sin saber lo que es perderse en las páginas de un libro? Se convierten en adultos que no desarrollan su imaginación, que no saben pensar por sí mismos y que, lo peor de todo, no logran conectar emocionalmente con los demás. Porque, ¿qué es la empatía sino la capacidad de ponerse en el lugar del otro? Y adivinen qué: la empatía no se encuentra en las pantallas ni en las respuestas rápidas que nos ofrecen las redes sociales. La empatía se cultiva leyendo, entendiendo y sintiendo lo que experimentan los personajes y sus historias.
Es cierto que, en los primeros años de vida, el cerebro de los niños está en su etapa más vulnerable y receptiva, y lo que absorban durante ese tiempo marcará el resto de sus vidas. Pero la cuestión no es solo enseñarles a leer, sino enseñarles a disfrutar la lectura. No es lo mismo que un niño recite palabras por obligación a que se pierda en un mundo fantástico donde su imaginación no tiene límites. La clave está en que la lectura sea un acto social, compartido, que involucre a los padres, los amigos y los maestros. No se trata solo de abrir un libro, se trata de crear una comunidad de lectores.
¿Por qué insistir en que los niños lean? Porque los libros son la mejor manera de hacerlos pensar, de invitarlos a cuestionar, de enseñarles a ser curiosos. Los niños que leen son niños que no aceptan la información como la única verdad; son niños que buscan, que preguntan, que no se conforman. Los niños que leen tienen una mente que se expande, que no se limita a lo que ven en sus dispositivos móviles. Y sí, es cierto que los dispositivos están aquí para quedarse, pero no podemos dejar que se conviertan en el único medio de aprendizaje. Los libros deben ser una prioridad, porque a través de ellos los niños desarrollan habilidades cognitivas cruciales: memoria, concentración, razonamiento y, sobre todo, el lenguaje.
Ahora bien, no basta con poner un libro en las manos de un niño y esperar que se transforme mágicamente en un amante de la lectura. Es necesario que el material sea apropiado, atractivo y que se adapte a sus intereses. Los libros deben ser un desafío, pero también un disfrute. Para los más pequeños, los libros interactivos, con texturas y colores, les ayudarán a conectar con las palabras. Para los mayores, las historias que los inspiren, que los hagan pensar en lo que podrían llegar a ser, que les permitan identificar sus propios miedos, deseos y sueños. Porque, al final del día, leer no es solo una actividad académica: es una forma de vivir, de conectar con uno mismo y con los demás.
Es hora de dar un golpe de timón. No podemos seguir permitiendo que la lectura se vea como una obligación escolar o como un pasatiempo aburrido. Debemos empezar a enseñarle a nuestros niños a leer con pasión, a sumergirse en mundos imaginarios, a no temerle a las palabras, a abrazarlas como un medio para cuestionar y entender su entorno. La lectura tiene el poder de cambiar vidas, de abrir puertas que la tecnología no puede abrir, de brindarles la oportunidad de ver más allá de lo inmediato.
Así que, si de algo debemos preocuparnos como sociedad, es de cómo estamos formando a nuestros futuros lectores. ¿Les estamos dando las herramientas para desarrollar su imaginación, su creatividad y su capacidad de empatizar? Porque, si no lo estamos haciendo, estamos perdiendo mucho más que una simple habilidad académica. Estamos perdiendo la esencia misma de lo que significa ser humanos.