El malecón de Puerto Plata ha sido, durante generaciones, un refugio de paz, un espacio para la reflexión y la conexión con la naturaleza. Para mí, y para miles de puertoplateños, este emblemático lugar es mucho más que una simple avenida frente al mar. Es un patrimonio común, un escenario de convivencia y de identidad que pertenece a todos: a los locales, a los turistas, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias, a los niños que juegan en la orilla, y sí, incluso a quienes pasean por allí sin mayor propósito que simplemente disfrutar de la vista. Este espacio, que representa tanto de lo que somos como ciudad, está en riesgo de perder su esencia por una serie de desarrollos que, aunque bien intencionados, podrían transformar para siempre su naturaleza.
Hoy en día, el malecón no solo es uno de los principales atractivos turísticos de nuestra región, sino que también es un motor clave para el desarrollo económico de Puerto Plata. Este espacio, que conecta a nuestra comunidad con el Océano Atlántico, juega un papel crucial en la generación de ingresos para pequeños y grandes negocios, atrae visitantes que descubren nuestras tradiciones, nuestra historia y, sobre todo, nuestra hospitalidad. Sin embargo, a medida que se levantan más y más casetas y restaurantes en el malecón, me pregunto: ¿a qué costo estamos permitiendo que se ocupe este espacio?
Es imposible no notar cómo, poco a poco, las vistas al océano van siendo obstruidas por las paredes de restaurantes que, si bien contribuyen a la economía, van cerrando el acceso libre a la belleza natural que ha sido parte de nuestra identidad. La idea de tener negocios frente al mar no es negativa por sí misma, pero debemos preguntarnos: ¿quién está ganando realmente con esta ocupación desmedida del espacio público? No puedo evitar imaginar lo que será de este lugar cuando, en lugar de disfrutar de la vista panorámica del Atlántico, la gente tenga que conformarse con mirar una pared.
¿Y qué hay de aquellos que no pueden pagar una cena en un restaurante frente al mar? El malecón siempre ha sido un espacio democrático, libre, accesible para todos. Lo que estamos perdiendo con cada nueva construcción que se levanta es la posibilidad de que todos, sin distinción de recursos, podamos disfrutar de lo mismo: un paseo tranquilo frente al mar, una tarde de reflexión, un respiro de la rutina diaria. Para las familias que no tienen la posibilidad de acceder a los restaurantes más exclusivos, el malecón es su espacio. Para los niños que, junto a sus padres, esperan ansiosos las olas del mar, el malecón representa un lugar de esparcimiento libre. Si cerramos el malecón con paredes, ¿qué les quedará a ellos?
Estamos, sin lugar a duda, ante un dilema crucial: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a permitir que el desarrollo económico y el crecimiento de los negocios se impongan sobre el derecho colectivo a disfrutar de un bien común? No estamos en contra de los restaurantes ni del progreso, pero sí nos oponemos a que se siga cerrando el malecón a la vista del mar y a la gente. No se trata de frenar el desarrollo, sino de encontrar un equilibrio que permita que todos, tanto los que pueden pagar como los que no, sigan teniendo acceso a este patrimonio que es de todos.
Este llamado no es solo para las autoridades competentes, sino también para la comunidad en general. Necesitamos ser conscientes de que el malecón es un símbolo de nuestra identidad cultural y de nuestra historia. No debemos permitir que, por un crecimiento desmedido, se altere la esencia de este lugar, que se pierda su capacidad de ser un espacio para todos, sin barreras. Es hora de repensar el modelo de desarrollo en el malecón, de asegurar que este espacio siga siendo accesible y disfrutable para todos, y que, sobre todo, no dejemos que las paredes nos arrebaten lo que nos pertenece como pueblo.
Puerto Plata es una ciudad que sigue creciendo y tiene el potencial de convertirse en un destino turístico aún más atractivo. Pero ese crecimiento no debe ocurrir a expensas de lo que nos hace únicos. El malecón debe seguir siendo ese lugar donde todos podamos sentarnos a admirar el mar, un espacio libre de barreras que nos conecte con lo que realmente importa. Por eso, hago un llamado a las autoridades y a todos los ciudadanos: mantengamos el malecón como lo que es, un patrimonio común, un espacio libre y abierto para todos. No dejemos que el desarrollo se convierta en un obstáculo para disfrutar de lo que verdaderamente importa: nuestra identidad, nuestra comunidad y, por supuesto, nuestro mar.