La impunidad como moneda de cambio sugiere que la falta de consecuencias por algún posible acto indecoroso en la administración pública no solo es tolerada, sino que se negocia, se trafica y se intercambia como si fuera parte del sistema.
Los efectos sociales que genera la impunidad y el precio invisible que paga la ciudadanía cuando se normaliza el desorden, corroe silenciosamente los pilares de la convivencia social. Más allá de los titulares y los escándalos pasajeros sus efectos se filtran en la vida cotidiana en la desconfianza hacia las instituciones, en el escepticismo frente al cambio y en la resignación que se instala cuando se cree que “todo seguirá igual”.
Cuando no hay consecuencias para quienes abusan del poder o violan la ley, se envía un mensaje inequívoco que el sistema no protege al ciudadano común, sino a quienes saben cómo manipularlo. Esta percepción no solo erosiona la fe en la justicia sino que también alienta la reproducción de esas prácticas, convirtiendo la impunidad en una moneda de cambio que perpetúa un círculo de privilegios e inmunidad.
Además, la falta de justicia alimenta la polarización social. Las víctimas se sienten doblemente agraviadas por el daño sufrido y por el silencio institucional, mientras que otros, viendo que el sistema no responde se sienten tentados a actuar al margen de la ley, debilitando aún más el contrato social.
Siempre hay que contar sobre los que otros quieren silenciar, en medio del ruido sórdido de las plataformas, siempre se necesitan voces que denuncien que la seguridad de un país es más que violencia y atropello, porque si no se expresa el sentir de los males sociales existentes el silencio nos hará cómplices de lo que ocurre.