Recuerdo perfectamente cuando fui a votar en las elecciones presidenciales por primera vez en los años 80, existía la boleta de arrastre, cuando ejercí ese derecho las razones que me impulsaban eran motivadas por el deseo y la creencia de que ejercer el derecho al voto era un acto de civismo. La ilusión de que tuviéramos una mejor nación como soñaban la mayoría de mi generación y confiando como ahora en las promesas de quienes se postulaban, creí que ese era el medio más expedito para la solución de la mayoría de problemas del país.
Esa era la utopía de entonces, ahora es importante puntualizar que aun con las redes sociales y todos los mecanismos de propaganda modernos no han cambiado mucho en comparación a décadas anteriores. Las campañas electorales son muy similares los candidatos hacen las mismas prácticas clientelares, dádivas, ruido ensordecedor y contaminación visual.
La membresía partidaria mantiene el culto a las personas, la adhesión y la militancia superan el principio de Nación y así pasa el tiempo la gente camina, porta su bandera, se alinean en sus vehículos en caravana, termina el recorrido y cada cual vuelve a su lugar. Como en todo siempre hay excepciones.
El país cuenta con unos 43 partidos políticos en teoría cada uno tiene un plan de gobierno diferente y surge la pregunta ¿cómo puede explicarse que los ciudadanos no estén interesados en las propuestas de sus futuros líderes? El costo de estar bien informado no es alto, al parecer la gente prefiere conformarse con vallas, letreros y anuncios publicitarios, pero no leer propuestas de los candidatos y ver que ofrecen para mejorar su comunidad, legislar o gobernar la ciudad o el país.
Es entendible que las campañas sean iguales a pesar del tiempo pues es un proceso ligado a complacer al votante promedio que solo les interesa obtener políticas gubernamentales que los beneficien individualmente.