Crimen del pasado

Ultima Actualización: viernes, 15 de febrero de 2019. Por: Jaro .

Desapareció entre las angostas calles del centro de la ciudad sin dejar rastros. Tan sigilosa fue su presencia como su acto y huida.

Esa tarde de verano en los años 70’s,de sol caliente, Don Ruperto, aquel señor de expresión dura, pero vencido por los años, se disponía a cruzar la calle pasivamente, periódico en mano, sombrero de fedora en lana crema y chaqueta a cuadros del mismo color. Realizaba su acostumbrada caminata después de rememorar sus mejores años bajo un árbol en un sillón del pequeño parque que servía de reposo a los que pululaban en sus inmediaciones. Observaba las vitrinas de las tiendas mientras caminaba por la ancha calzada de la zona comercial. De frente, a la distancia, se acercaba un joven de vista activa, pelos risos, de cara pecosa y con la mirada fija en el rostro de aquel señor ya involucrado en los inicios de la tercera edad. Al pasar junto a don Ruperto sacó un estilete de una funda; la punción fue limpia, penetró en el costado izquierdo limpiamente, llevando la muerte en su trayecto sin oposición. El aprendiz de anciano sintió el pizcón, no lo esperaba, tardó varios segundos en comprender lo que había sucedido, dobló las piernas casi espontáneamente, se inclinó de manera lenta hacia el suelo sin perder la compostura y entendió que sus días terminaron de manera inesperada. Se recostó de lado y expiró entre un hilillo de sangre. El joven aceleró el paso sin correr, lanzando una pequeña nota humedecida por el plasma: “Asesino”.

Desapareció entre las angostas calles del centro de la ciudad sin dejar rastros. Tan sigilosa fue su presencia como su acto y huida. Rubén era hijo de don Tomás, descendiente de un español que huyó a la dictadura de Franco y que lamentablemente la encontró en el trópico, ante el dictador de las medallas y todos los pronombres plenipotenciarios. La historia se remonta 30 años atrás, cuando Ruperto y Tomás eran mozalbetes inocentes, compañeros de la misma escuela, de la misma edad, pero no de la misma aula. Ruperto era un niño retraído, con ciertos complejos que le limitaban integrarse socialmente con sus compañeros, más con un profundo resentimiento que le iba gestando su personalidad futura. En cambio, Tomas era vivaz, activo, cooperador, dado a vivir alegre y a prestar su mano apoyadora a quien necesitase de ella. Así crecieron, así se desarrollaron, en un mismo entorno, con visiones diferentes, con sentimientos distantes, pero con una fijación en común: Teresa, la pragmática, la niña angelical que a su paso flechaba con sus querubines a sus compañeritos. Como era de esperarse y durante la pubertad Tomas fue el elegido para compartir con su alma gemela el resto de su existencia. Con el tiempo vinieron 4 críos, un futuro garantizado en los recursos del negocio de la familia. Rubén era el benjamín del matrimonio. Alguien no perdonó el rechazo y la ignorancia de la dama, mucho menos al conquistador. Ruperto se acercó a algunos que se sentían poderosos al pertenecer al clan del servicio secreto que le servía al dictador. Fue reclutado y se convirtió en aprendiz de informante o más bien llamado por su nombre más popular, el de Calié. Como era de esperarse se presentaron en la casa del hogar unos agentes de la inteligencia y condujeron a Tomás a una famosa cárcel de la época en la cual fue hacinado y ultrajados hasta sus cabellos. El hombre toleró estoico el castigo continuo con el único pensamiento de poder retornar alguna vez con los suyos. Al no conseguir ningún tipo de confesión optaron por dejarle en libertad, pero dándole seguimiento de cerca. El asedio fue constante, al extremo de la desesperación, hasta un día que tomó la decisión de enfrentar a Ruperto, que ya se había convertido en todo un esbirro. La discusión se acaloró hasta el punto de llegar a lo físico, se enfrascaron en una pelea mientras el menor observaba. Los feligreses separaron a los gladiadores y justo cuando se dio por terminada la pelea, justo cuando Tomas dió la espalda para dirigirse a acompañar a su hijo, don Ruperto sacó del cinto su arma. La bola penetró el parietal derecho dejando sin vida al alegre ciudadano. Su hijo jamás olvidó el rostro impenetrable y frío del verdugo de su padre. Desde ese momento Rubén albergó el sentimiento de la venganza, desde ese día Ruperto sentenció el destino de su existencia. Alguna vez y en algún momento pagaría un crimen del pasado.


Jaro.-