Confusiones en la Mirada

Ultima Actualización: lunes, 18 de diciembre de 2017. Por: Artículo Invitado

En la medida que me acercaba, mis pasos se agigantaban acortando la distancia.

En la medida que me acercaba, mis pasos se agigantaban acortando la distancia. Su figura se tornaba impresionante, pues sus atributos producían un efecto kármico en mi integridad.

 

No quería más dilatar el momento de abrazarla y besarla con pasión, de sentir su físico.

 

Una extraña expresión en su rostro detuvo abruptamente mis intenciones sentimentales De repente el tiempo se detuvo, mi piel quedó petrificada, mis músculos no respondieron al llamado del cerebro de continuar andando.

Si, aquella expresión fría en su mirada era el indicativo inequívoco de que había un cambio brusco y repentino, no existía la llama que sentiría al verme.

Mi corazón se agitaba en una confusión tormentosa, animadversada por no quererme enterar de la realidad. No era la mujer apasionada que había marchado meses antes. Esta lucia una mujer impenetrable, madura, desconfiada y fría como un iceberg.

 

Salió a mi encuentro sin prisa, firme, sin evadir la mirada sin inclinar el rostro.

Llegó junto a mí, extendió su brazo alrededor de mi cuello y delicadamente besó mi mejilla. Con cariño, sin amor. Tocó mi hombro suavemente y articuló casi sin sonido la peor de las expresiones: “tenemos que hablar”. Caminó junto a mí por la sala del edificio aeroportuario, con palabras delicadas me explico la razón ficticia por la que había tomado la decisión de romper nuestro idilio. Me explicó que por responsabilidades laborales debía partir inmediatamente, pero que debía explicarme personalmente la decisión tomada. Hubo un silencio sepulcral, luego cambió el rumbo.

 

Al dar vuelta sobre si para alejarse pude percibir una lágrima en el rostro. Perdió la compostura momentáneamente y huyó de prisa para perderse entre los cristales de las oficinas migratorias.

 

Sentí un peso enorme, me negaba a aceptar aquel momento inusual, triste y desafortunado. Mi vida perdió sentido. Llegaron a mi mente pensamientos violentos, deprimentes, decididos a interrumpir mi existencia.

Pasó el tiempo sin darme cuenta, con cicatrices abiertas que jamás curaron, ni siquiera el alcohol amilanó aquel dolor despreciado, mi integridad desmejoró, el tabaco en ocasiones daba un respiro tóxico a mis pulmones y liberador a mis pocas neuronas.

 

Cinco años habían alejado aquel momento letal. Alguien tocó la puerta para informarme del fallecimiento de su padre, aquel señor que no dejó de visitarme en estos años, que me llamaba hijo y que era la única persona que me ataba a la realidad. Fue en esa ocasión donde la volví a ver, llevaba un vestido negro largo, elegante, ajustado a su anatomía ligeramente abultada por el paso de los años, pero sensual como siempre. Tomaba de la mano un niño quizás de unos 5 años de edad, el mismo tiempo que no nos veíamos. Hice el cálculo y busqué el motivo de la triste separación. Se acercó despacio, un escalofrío volvió a inmovilizar mi cuerpo al contacto de su mano con la mía. Sus ojos mostraban una expresión confusa, no identificaba en sus ojos el tipo de sentimiento, no me molestaba ni me sorprendían las palabras de aquel niño al llamarla “mamá, mamá “.

 

Luego del funeral de su padre me fue a visitar. Esta vez sus ojos tristes, quizás por la pérdida reciente, adelantaban a las palabras, pero no era solo eso. Comenzó por hablarme de la verdadera razón de la separación y la prisa: “Debía retornar rápidamente pues estaba en medio de un juicio”. Había identificado dos de tres jóvenes que cuando retornaba de su trabajo, en el parque, decidieron divertirse con ella. La asaltaron, golpearon y despojaron de sus pertenencias, de su integridad. Pasó varios días hospitalizada, ultrajada. Al pasar el tiempo fue recuperándose físicamente, pero no emocionalmente. Sus relatos venían acompañados de dos gotas brillantes de dolor, desplazándose pesadamente sobre sus mejillas sonrojadas. Se dió cuenta de las consecuencias del acto dos meses después, durante el juicio y cuando tomó la decisión de apartarse de mi camino para darme una mueva oportunidad. Descargó con su cabeza el peso de su dolor sobre aquel hombro que una vez tocó fría y sutilmente, luego se levantó y despidió.

 

Desde ese momento mantuvimos la comunicación. A final de ese mismo año decidió volver. La esperé ansioso, pero no esperanzado, un tanto nervioso. Desde aquella puerta de cristal emergió su figura. Reconocí en su rostro el brillo perdido, la candidez de su alma, la necesidad de acercarse con tanta prisa como podía desplazarse aquel niño que llevaba de la mano y que alguna vez me llamaría: “Papá!”.-


Jaro.-