PARALELO DIVERTIDO
Se dice que la gente de edad madura tiene una debilidad por las
comparaciones. Es tan verdad que, muy a menudo, yo me percato
de que estoy estableciendo diferencias entre cosas del pasado y
cosas del presente. Entre las costumbres de antaño y aquellas de
hoy en día.
Entre el coste de vida de ayer y aquel de ahora. En realidad,
debo admitir que estas comparaciones me divierten un poco,
aunque, en el fondo, ellas traducen un evidente envejecimiento.
Una persona que se queja continuamente de
ciertos aspectos de la vida moderna, y se refugia blandamente en
la vida pasada, esto es totalmente absurdo, incluso tonto.
Pero, antes de conformarme con poner término a esas
comparaciones inútiles, me voy a hacer la última de la serie,
hablándoles de los muchachitos de esta ciudad.
Pensándolo bien, yo me di cuenta que la placentera pequeña vida
de estos niños esta muy alejada de la existencia austera que yo
llevaba cuando tenía su edad, es decir 8, 9, 10, 11, o 12 años.
Es comprensible, me dirán ustedes, el mundo ha dado un salto
vertiginoso.
Todas estas invenciones recientes, y todos estos juegos del
último grito que están al alcance de los chiquillos de hoy, a
ellos les han modificado agradablemente la vida.
Referente a esto, estamos absolutamente de acuerdo. Sin embargo
las comparaciones que yo me permití hacer, se refieren a ciertos
puntos que, normalmente, deberían quedarse inmutables, o mejor
dicho hubieran debido cambiar, pero imperceptiblemente.
Para ayudarles a bien captar mi pensamiento, les voy a decir
como las cosas pasaban para mí, por ejemplo al salir de la
escuela, en la época de mi niñez. Llegado en casa, respiraba un
poco y me comía algo.
Luego yo me quitaba los vestidos y los zapatos de la escuela, yo
me ponía cómodo, y sin perder mucho tiempo, empezaba a hacer los
ejercicios y a estudiar las lecciones del día.
Habiendo terminado las tareas escolares, leía con mucho placer
el libro alquilado a la biblioteca de la escuela. Después de una
hora de lectura, buscaba otra cosa que hacer, como dibujar o
ejercitarme la paciencia con un rompecabezas. Mencionemos que,
en los tiempos de mi
infancia no había ni televisión ni juegos de video. En resumen,
me era permitido divertirme como pudiera, pero sin dejar la
casa. Ir a jugar en la calle o a casa de un amigo, mis padres
me lo permitían solamente en los fines de semana.
Como lo van a notar ustedes, los muchachitos de aquí viven hoy
según un patrón muy distinto, probablemente inspirado por el
modernismo.
De regreso de la escuela, el pequeño puertoplateño tira la
mochila de libros dondequiera, y se precipita en la calle, donde
ya le están esperando una decena de amigos tan desocupados como
él. Para rellenar todo este tiempo libre que tienen a su
disposición, estos chiquillos empiezan por agarrar una
bicicleta, e incansablemente, van y vienen por la calle, más de
mil veces.
Bañados en sudor, abandonan el vehículo en cualquier acera, y,
sin transición, van a pasar unos largos momentos en la compañía
de los muñequitos de un "play station". Cuando finalmente,
estén cansados de no moverse, por unanimidad, deciden salir en
la calle de nuevo, para hacer una partida estupenda de béisbol.
Provistos de guantes, bates, gorras, y pelotas, nuestros Samy
Sosa y Alex Rodríguez en cierne van a agotarse en la calzada
durante dos o tres horas, jugando con seriedad y
profesionalismo.
A propósito de béisbol, sin duda voy a sorprender a mis
lectores, informándoles de que las partidas que se juegan en mi
calle, nos mantienen en buena salud, a mi esposa y a mí. De vez
en cuando, la pelota viene a caer en nuestro patio delantero, y
sin el menor complejo frente a los dos ancianos que somos, y sin
piedad por nuestras articulaciones oxidadas, uno de los
peloteros toca valientemente el timbre de nuestra barrera, y
nos pide amablemente ir a buscarle la pelota.
Hacer los recogepelotas a nuestra edad, de seguro es un
ejercicio bastante nefasto para nuestras espaldas, pero en
cambio tal vez deba hacer buen provecho a nuestro sistema
cardiovascular.
En resumidas cuentas, a la vista de todas estas horas de
diversiones locas de las cuales gozan los chiquillos de aquí, al
salir de la escuela, no sé si realmente tienen unos deberes de
casa que hacer, o si ellos los desatiendan de intento, con
riesgo de ganarse más tarde
unos ceros a patadas. Al respecto, concedo la palabra a los
padres.
Y antes de poner el punto final a este artículo, sin parecer
demasiado sermoneador o moralizador, pienso que sería de desear
que les muchachitos de esta ciudad empezaran muy temprano a
interesarse por la lectura. Hay tantos libros maravillosos
destinados al público infantil. Y además, si ellos se inician a
este pasatiempo encantador,no cabe duda que concederán menos
tiempo a la bicicleta y a la pelota, aunque este último juego
pueda conducirles un buen día en un camino esplendido
pavimentado con dólares.
Email
[email protected]
Website
http://www.claudedambreville.com
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