LOS MOTOCONCHOS 

Una mañana, alrededor de las seis, cuando estábamos recién llegados en Puerto Plata, decidimos mi esposa y yo acudir a pie al Mercado Municipal.  Después de un camino alegre de media hora, llegamos a nuestro destino y con mucho placer nos abastecimos de verduras y frutas.  Por supuesto, los vendedores habían  desollado vivos a estos dos extranjeros inexpertos  que éramos en esa época.  Sin embargo, despreocupados como dos alumnos de vacaciones y ocupados en descubrir el encanto de Puerto Plata, nos importaba poco que pagáramos treinta o cuarenta pesos de más por nuestras compras. 

Los brazos cargados de cuatro fundas pesadas, no tardamos nada en darnos cuenta que nos sería muy penoso volver a pie.  Ahora bien, no había ningún taxi a la vista, y estábamos en la imposibilidad de llamar uno, dado que, recién llegados en esta ciudad, todavía no teníamos un celular.  ¿Qué hacer?  Varios motoconchistas se acercaron a nosotros para proponernos sus servicios, pero teníamos un miedo terrible a este medio de locomoción. 

Después de una interminable y vana espera, después de un largo momento de vacilación,  resolví a liarme la manta a la cabeza. 

-          No hay treinta y seis soluciones, dije  a mi esposa.  Vamos a tomar un motoconcho. 

-          ¡Nunca! replicó ella, alzando la voz un poco.  Es el más peligroso medio  de transporte que existe.  Cada día estas motocicletas son responsables de varias víctimas por su manejo temerario. 

No insistí, pues no estaba seguro  de que yo pudiera hacerle cambiar de idea.  No obstante, al cabo de algunos minutos, un motoconchista resuelto vino a pararse delante de nosotros.  El hombre tenía mucha labia y, además, era un buen mozo.  No le hizo falta más de un minuto para  ablandar a mi intratable esposa. 

-          Es la primera vez que vamos a tomar un motoconcho, advirtió la virtual pasajera.  Usted tendrá   que ir muy despacio.

-          Tranquila, mi amor, todo saldrá bien. 

Y después de esas palabras de aplacamiento, empezó el embarque a bordo del pequeño vehículo. 

-          ¿ Crees tu que vamos a conseguirlo? Yo pregunté con una voz incrédula.

 -          Yo me lo pregunto también, contestó mi esposa. 

Esta última no es obesa.  Ni mucho menos.  Pero tampoco es una persona minúscula.  Tiene proporciones bastante respetables.  En cuanto a mí, por si acaso no lo saben ustedes, tengo las piernas  desmesuradamente largas…Y para colmo de incomodidad, el motoconchista era un tipo rechoncho y forzudo, con un barrigón lleno de cerveza.  Parecía casi imposible hacer caber este embarazoso bulto humano en una maquinita que visiblemente, carecía de robustez. 

-          ¿Qué voy a hacer con mis fundas? Preguntó mi esposa, en tono inquieto.

-      Dámelas, decidió el voluminoso motoconchista, aplastándolas entre el guía y su enorme vientre. 

Mi mujer estaba lívida, en el momento de apoyarse en mi brazo, para montar a horcajadas en la motocicleta.  Noté que tenía las manos heladas de miedo. 

Durante todo el trayecto que duró una eternidad, puesto que el motoconchista había recibido el orden de rodar a velocidad reducida, mi cariñosa esposa mantuvo los ojos cerrados e hizo oír sin respiro gemidos llenos de temor. 

El motociclista no daba crédito a sus ojos y subrayaba cada lamentación de su miedosa pasajera con una carcajada fragosa. 

-          Doña, usted es un caso especial, gritó el gordo motoconchista.  Cada día yo transporto a ancianas de más de ochenta años y siempre están cómodas. 

Con respecto a mí, no tenía miedo.  Sólo estaba un poco crispado, y tenía mucho cuidado con no caerme en la calzada, pues tenía la desagradable impresión de que mi trasero estaba en el vacío. 

Finalmente llegamos en casa. 

-          ¡ Alabado sea Dios! Exclamó mi mujer, con alivio.  Gracias, Señor, estamos vivos. 

El  gordo se desternilló tanto de risa, que se le humedecieron los ojos.  La exclamación de su asustadiza pasajera le alegró sumamente y no pudo pasar sin repetirla dos veces, en tono jovial : “Gracias Señor, estamos vivos”. 

Yo sé que la mayoría de los puertoplateños, en calidad de usuarios regulares de los motoconchos, se asombrarán de que este trayecto banal en motocicleta nos haya causado tanta inquietud.  Bueno, la única explicación plausible que yo puedo darles, es que aquí se acostumbra al motoconcho desde la primera infancia.  Sin embargo, para nosotros, dos adultos en la fuerza de la edad, el hecho de montar por la primera vez a horcajadas en este vehículo reputado por  ser peligroso, era una decisión grave que tomábamos a costa  de nuestra vida. 

A pesar de ser una gran segadora de vidas humanas, es este modo de transporte que utilizan  más los puertoplateños que no poseen un carro.  Todo el mundo se mueve en motoconcho: niños, ancianos, mujeres embarazadas, jóvenes madres con su bebé en brazos, minusválidos, etc  Una vez, he visto pasar en un motoconcho a una chica que, aparentemente,  acababa justo de  dejar el hospital donde se hacía curar.  Llevaba una camisa de dormir rosa, y con el brazo derecho levantado hacia el cielo, seguía tomando su suero.  Sin duda, cansada de permanecer en el hospital, tal vez  obtuvo de su médico el permiso de volver a su casa, para proseguir con su convalescencia. 

Por otro lado, se puede decir que el motoconchista de Puerto Plata es maestro consumado en el arte de transportar cualquier carga embarazosa en su pequeño vehículo: colchón, escalera, sillón, gran cilindro de gas, funda de cemento y me quedo corto.  Pero la sensación de estos transportes insólitos,  es sin duda la hazaña que realizó recientemente un albañil audaz en grado superlativo.  Este temerario acababa de comprar seis largas varillas de hierro, y tenía que trasladar esta carga en su obra de construcción, cueste lo que cueste.  Bien instalado en la parte trasera de un motoconcho, se puso a arrastrar las varillas a los dos costados de la motocicleta, y los mirones se divertían al ver los hermosos haces de chispas que producían las barras metálicas, raspando la calzada. 

Para concluir con este capítulo,  les diré como he utilizado últimamente los servicios de un motoconchista, sin exponerme al menor peligro. Después de comprar dos galones de pintura en una ferretería, me encontré en la calle con un bulto pesado en la mano.  Ahora bien, me proponía hacer otras compras, y ni hablar de cargar con mi embarazoso paquete en todas las tiendas donde tenía que pasar. 

Hice señas a un motoconchista, un joven flacucho de unos veinte años que veía por la primera vez. 

-          ¿Puede entregar este paquete a mi esposa? Le pregunté.  Se llama Betyna, y usted la encontrar en esta dirección.

-           No hay problema, contestó este mensajero desconocido. 

Yo le pagué cuarenta pesos, lo que le iluminó la cara arrancó a toda velocidad. 

Sobre eso,  telefoneé a mi esposa para informarle que un motoconchista iba a entregarle de mi parte dos galones de pintura. En efecto, al poco rato, ella vio llegar al emisario.  Sin perder el tiempo, esté había  empezado a gritar su nombre sin miramientos : “Betyna, Betyna .  ¿Dónde esta Betyna? 

-          Aquí estoy, respondió mi mujer, un poco turbada por este jaleo. 

Y el ruidoso motoconchita le entregó los dos galones de pintura. 

En el momento en que yo escribía esta pagina, el locutor de una emisora de Puerto Plata anunció en las noticias de última hora que dos accidentes trágicos habían ocurrido la noche anterior: dos motoconchos habían chocado, uno contra un carro, el otro contra un camión.  Los dos motociclistas habían perdido la vida.  

Como ya lo saben ustedes, los motoconchos siguen segando nuevas vidas cada día.  Y a pesar de todo, como si nada,  millares de usuarios siguen moviéndose con regularidad en estos pequeños vehículos temibles. 

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