SOBRE MERCADOS Y UTOPIAS
2007-10-02 | rebelion.org | atilio borón
Para
nadie es un misterio que esta época tan especial, en la cual el
capitalismo ha experimentado una reestructuración regresiva a escala
planetaria, se encuentra dominada por una ideología: el neoliberalismo.
Éste se ha convertido en el sentido común de nuestro tiempo, si bien es
cierto que su penetración e importancia práctica se distribuye de manera
sumamente desigual según países y regiones.
Así
como en el pasado aun los líderes más despóticos y autoritarios no
dejaban de exaltar el valor de la democracia y de asegurar que los
regímenes que presidían eran auténticas expresiones de la misma, en
nuestro tiempo los gobernantes parecen competir en un concurso para ver
quién declara con más ahínco su adhesión a los principios del "libre
mercado".
Tanto
antes como ahora, esas expresiones tienen poco que ver con la realidad
y, en el caso particular de los mercados competitivos, la retórica del
neoliberalismo excede con creces la realidad objetiva de los mismos. Hay
mucho menos mercado de lo que se dice, tal vez por aquello que
oportunamente recordó John Williamson en un famoso papel al decir que
"Washington no siempre practica lo que predica", y a lo cual podríamos
agregar que no sólo Washington sino que tampoco Bonn, París, Londres y
Tokio parecen demasiado preocupados por el llamativo contraste entre la
hueca retórica neoliberal utilizada en sus exhortaciones a terceros
países -¿pagando un lip service al Banco Mundial, al FMI y a la Casa
Blanca?- y el curso concreto de sus políticas económicas. Pese a sus
reclamos en favor de la propuesta neoliberal, los capitalismos
desarrollados continúan teniendo Estados grandes y ricos; muchísimas
regulaciones que "organizan" el funcionamiento de los mercados;
recaudación de impuestos; promoción de formas encubiertas y sutiles de
proteccionismo y subsidios y conviviendo con déficit fiscales sumamente
elevados.
Si se
observa la experiencia de los países "reformados" según los preceptos
del Consenso de Washington -América Latina, Europa Oriental y Rusia- se
advierte que el triunfo del neoliberalismo ha sido más ideológico y
cultural que económico. Esta victoria se asienta sobre una derrota
epocal de las fuerzas populares y las tendencias más profundas de la
reestructuración capitalista y se manifiesta a lo largo de cuatro
dimensiones:
a)
La avasalladora tendencia a la mercantilización de derechos y
prerrogativas conquistados por las clases populares a lo largo de más de
un siglo de lucha, convertidos ahora en "bienes" o "servicios"
adquiribles en el mercado. La salud, la educación y la seguridad social,
por ejemplo, dejaron de ser componentes inalienables de los derechos
ciudadanos y se convirtieron en simples mercancías intercambiadas entre
"proveedores" y compradores al margen de toda estipulación política. Y,
algo de particular interés para muchos de nosotros, el medio ambiente
también ha sufrido un acelerado y gravísimo proceso de mercantilización
que no sólo pone en cuestión la injusticia e inequidad de un orden
económico como el capitalista sino que deteriora radicalmente la
sustentabilidad misma de la vida en el planeta.
b)
El desplazamiento del equilibrio entre mercados y Estado, un fenómeno
objetivo que fue reforzado por una impresionante ofensiva en el terreno
ideológico que "satanizó" al Estado mientras se exaltaban las virtudes
de los mercados. Cualquier tentativa de revertir esta situación no sólo
deberá enfrentar a los factores estructurales sino que, al mismo tiempo,
tendrá que vérselas con potentes definiciones culturales sólidamente
arraigadas en la población que asocian lo estatal con lo malo e
ineficiente y los mercados con lo bueno y eficiente.
c)
La creación de un "sentido común" neoliberal, de una nueva sensibilidad
y de una nueva mentalidad que han penetrado muy profundamente en el
suelo de las creencias populares. Como sabemos, esto no ha sido obra del
azar sino el resultado de un proyecto tendiente a "manufacturar un
consenso", para utilizar la feliz expresión de Noam Chomsky, y para lo
cual se han destinado recursos multimillonarios y toda la tecnología
mass-mediática de nuestro tiempo a los efectos de producir un duradero
lavado de cerebro que permita la aplicación aceitada de las políticas
promovidas por los capitalistas. Este conformismo también se expresa en
el terreno más elaborado de las teorías económicas y sociales por
aquello que en Francia se denomina "el pensamiento único". Basta
comprobar la ausencia de todo debate económico significativo en América
Latina para aquilatar los perniciosos alcances de aquél en nuestra
región.
d)
Finalmente, el neoliberalismo cosechó una importantísima victoria en el
terreno de la cultura y la ideología al convencer a amplísimos sectores
de las sociedades capitalistas -y a la casi totalidad de sus elites
políticas- de que no existe otra alternativa. Su éxito en este terreno
ha sido rotundo: no sólo impuso su programa sino que, inclusive, cambió
a su provecho el sentido de las palabras. El vocablo "reforma", por
ejemplo, que antes de la era neoliberal tenía una connotación positiva y
progresista -y que fiel a una concepción iluminista remitía a
transformaciones sociales y económicas orientadas hacia una sociedad más
igualitaria, democrática y humana- fue apropiado y "reconvertido" por
los ideólogos del neoliberalismo en un significante que alude a procesos
y transformaciones sociales de claro signo involutivo y antidemocrático.
Las "reformas económicas" puestas en práctica en los años recientes en
América Latina son, en realidad, contrarreformas orientadas a aumentar
la desigualdad económica y social y a vaciar de todo contenido las
instituciones democráticas.
¿Mercados o naciones?
Ahora
bien, la soberanía popular que se expresa en un régimen democrático debe
necesariamente encarnarse en un Estado nacional. Es posible que en el
futuro esto no sea así y que el sistema interestatal ceda su lugar a una
nueva configuración política internacional. Pero, mientras tanto, la
sede de la democracia continuará siendo el Estado nación. Ahora bien,
¿cuál es el drama de nuestra época? Que los estados, especialmente en la
periferia capitalista, han sido conscientemente debilitados, cuando no
salvajemente desangrados, por las políticas neoliberales a los efectos
de favorecer el predominio sin contrapesos de los intereses de las
grandes empresas. A resultas de lo anterior, aquéllos se convirtieron en
verdaderos "tigres de papel" incapaces de disciplinar a los grandes
actores económicos y, mucho menos, de velar por la provisión de los
bienes públicos que constituyen el núcleo de una concepción de la
ciudadanía adecuada a las exigencias de fin de siglo.
Una
somera indicación de los alcances de este fenómeno se torna evidente a
partir de una sencilla operación. Si comparamos las cifras de ventas de
algunas de las grandes empresas transnacionales con las correspondientes
al producto bruto de los países latinoamericanos en 1992 y compilamos
una lista unificada de Estados y empresas hallaríamos a la cabeza de la
misma a Brasil, con un producto bruto de trescientos sesenta mil
millones de dólares. Luego vendría México con trescientos veintinueve
mil millones y a continuación Argentina, con doscientos veintiocho mil
millones. Después comienza a aparecer una serie de "países" muy
extraños: General Motors, con ciento treinta y dos mil millones; Exxon,
con ciento quince mil millones; Ford, con cien mil millones; Shell, con
noventa y seis mil millones; Toyota, IBM; y a continuación aparece
Venezuela, con sesenta y un mil millones y, al final, Bolivia con apenas
cinco mil trescientos millones de dólares de producto bruto.
¿Qué
lecciones se desprenden de una lista tan heterogéneo como ésta? Que la
capacidad de negociación de nuestros países con estos gigantes de la
economía mundial se ha visto menoscabada a lo largo de las últimas
décadas. Mientras los Estados de la periferia se achicaban y debilitaban
al ritmo impuesto por los ajustes neoliberales de los ochenta y los
noventa, el rango y el volumen de operaciones de las megacorporaciones
se acrecentó extraordinariamente. Como bien lo recuerda el citado
informe del UNRISD, entre 1980 y 1992 las ventas de las
megacorporaciones crecieron a más del doble, mientras que los Estados
sufrieron las sangrías ocasionadas por la ortodoxia neoliberal
auspiciada por esas mismas empresas. El movimiento de tijeras hizo que
los primeros quedaran en una posición cada vez más desventajosa en
relación a las segundas. Aquellos Estados tienen escasas posibilidades
de lidiar con estos nuevos "Leviatanes" de la economía mundial. No se
encuentran totalmente inermes, pero las probabilidades de ejercer un
control efectivo sobre las grandes empresas son muy limitadas.
Esto es
particularmente cierto en el caso de países con economías pequeñas:
¿cuáles son los instrumentos con que cuenta un gobierno democrático de
Bolivia para negociar con una corporación como la GM, cuya cifra de
ventas anuales es veintiséis veces superior a la de su producto bruto?
¿Cómo podría hacerlo la totalidad de los países del Africa subsahariana,
cuyo producto bruto combinado es levemente superior a las ventas anuales
de General Motors y Exxon?
La
realidad es que nuestros Estados son hoy mucho más dependientes que
antes, agobiados como están por una deuda externa que no cesa de crecer
y por una "comunidad financiera internacional" que en la práctica los
despoja de su soberanía al dictar las políticas económicas dócilmente
implantadas por los gobiernos de la región. La gravedad de este proceso
de creciente subordinación de los Estados de la periferia a los
oligopolios que controlan los mercados mundiales es de tal magnitud que
incluso un personaje tan poco propenso a expresar ideas de avanzada,
como el presidente Fernando de la Rúa, reconoció durante el festejo por
el Día de la Independencia argentina, el 9 de julio de 2001, que el país
era más dependiente que antes. Pero, por una de esas paradojas de la
historia las teorizaciones sobre la dependencia o el imperialismo son
desestimadas por los elencos gobernantes y los intelectuales orgánicos
del capital como meros anacronismos, precisamente cuando adquieren una
vigencia mayor aún de las que tenían en los sesentas.
Nuestros países son hoy muchísimo más dependientes de lo que lo eran en
los años sesentas. A esto hay que añadir que las perspectivas de la
autodeterminación nacional -un corolario necesario de la soberanía
popular- se cierran aún más bajo la égida del neoliberalismo al
prevalecer una ideología autoincriminatoria que so pretexto de la
"reforma del Estado" lo conduce a su radical debilitamiento y su casi
completa destrucción. En consecuencia, la fenomenal desproporción entre
Estados y megacorporaciones constituye una amenaza formidable al futuro
de la democracia en nuestros países. Para enfrentarla es preciso:
construir nuevas alianzas sociales que permitan una drástica
reorientación de las políticas gubernamentales y, por otro lado, diseñar
y poner en marcha esquemas de cooperación e integración supranacional
que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios
públicos democráticamente constituidos al poderío gigantesco de las
empresas transnacionales.
Un
vicio imperdonable de muchos economistas, producto de la crisis teórica
y la asombrosa estrechez de miras que caracterizan a la disciplina en
estos días, ha sido el de considerar a los países y a los Estados
simplemente como mercados. Sin embargo, pese al economicismo dominante,
nuestros países son antes que nada naciones y, tan sólo luego, sedes de
mercados.
En los
años del auge petrolero mexicano, Carlos Fuentes escribió un memorable
artículo en el New York Times con el título: "¡México no es un pozo de
petróleo!" La ideología dominante no por casualidad resignifica a los
países convirtiéndolos en grises mercados, todos uniformizados por la
dinámica incesante de la oferta y la demanda. Es que el debilitamiento
de los Estados nacionales facilitado, por un lado, por la extinción
práctica de la idea de nación -supuestamente subsumida bajo la corriente
"civilizatoria" de la globalización- y, por el otro, por el imperio de
las políticas "orientadas hacia el mercado" culmina en la degradación de
la nación al rango de un mercado. Además, lo anterior significa aceptar
-tal como lo hace el discurso dominante de la economía- que los hombres
y las mujeres de la democracia son despojados de su dignidad ciudadana y
se convierten en instrumentos, en simples medios, al servicio de los
negocios de las empresas. Reducir los significados, el destino y el
propósito por el cual vivimos en una sociedad a la mera obtención de una
tasa de ganancia nos parece, a la luz de la ética y la teoría política,
de una sordidez incalificable, aparte de ser una operación que sella
ominosamente el destino de las democracias tan laboriosamente
conquistadas en América Latina.
La
necesaria reivindicación de la utopía
Es
preciso recordar y evitar ser abrumados por la ideología dominante.
Sumergidos bajo su influencia e impresionados por la súbita "conversión"
de numerosos intelectuales -otrora críticos vehementes del capitalismo-
a su credo, grandes segmentos de nuestras sociedades parecen resignados
a pensar que el mundo será, de aquí en más, neoliberal hasta el fin de
los tiempos. Aunque tardíamente, los mercados se habrían "cobrado su
revancha" por tantos decenios de desprecio u hostilidad a manos de
socialistas y populistas de todos los colores.
Sin
embargo, los tiempos del neoliberalismo serán mucho más cortos de lo que
se supone. Su "gran promesa" ha quedado penosamente desvirtuada por los
hechos: tanto en los capitalismos desarrollados como en la periferia la
reestructuración neoliberal se hizo a expensas de los pobres y de las
clases explotadas. La propiedad de los medios de producción no se
"democratizó," las desigualdades económicas y sociales no se atenuaron y
la prosperidad no alcanzó a derramarse hacia abajo, como aseguraba
reconfortantemente la "teoría del derrame".
Las
sociedades que el neoliberalismo construyó a lo largo de estos años son
peores que las que las precedieron: más divididas y más injustas, y los
hombres y mujeres viven bajo renovadas amenazas económicas, laborales,
sociales y ecológicas. El grave problema que caracteriza a nuestra época
es que mientras el neoliberalismo exhibe evidentes síntomas de
agotamiento el modelo de reemplazo todavía no aparece en el horizonte de
las sociedades contemporáneas. ¿Por cuánto tiempo habrá de prolongarse
esta agonía? No sabemos. Lo que sí sabemos, y nos revitaliza en nuestras
luchas, es que "históricamente el momento de viraje de una ola es una
sorpresa" y que el neoliberalismo puede sucumbir mucho antes de lo
esperado.
Haciendo gala de su talento de historiador, Perry Anderson planteó que
las fuerzas progresistas debían extraer tres lecciones de las
vicisitudes históricas del neoliberalismo. La primera aconsejaba no
tener ningún temor a estar absolutamente a contracorriente del consenso
político de nuestra época. Hayek y sus cofrades tuvieron el mérito de
mantener sus creencias cuando el saber convencional los trataba como
excéntricos o locos, y no se arredraron ante la "impopularidad" de sus
posturas. Debemos hacer lo mismo, pero evitando un peligro que muchas
expresiones de la izquierda no supieron sortear: el autoenclaustramiento
sectario, que impide al discurso crítico trascender los límites de la
capilla y salir a disputar la hegemonía burguesa en la sociedad civil.
La más radical oposición al neoliberalismo será inoperante si no se
revisan antiguas y muy arraigadas concepciones de la izquierda en
materia de lenguaje, estrategia comunicacional, inserción en las luchas
sociales y en el debate ideológico-político dominante, actualización de
los proyectos políticos y formas organizacionales, etc. En síntesis,
estar a contracorriente no necesariamente significa "dar la espalda" a
la sociedad o aislarse de ella.
Segundo:
el neoliberalismo fue ideológicamente intransigente y no aceptó ninguna
dilución de sus principios. Fueron su "dureza" y su radicalidad los que
hicieron posible su supervivencia en un clima ideológico-político
sumamente hostil a sus propuestas. El compromiso y la moderación sólo
hubieran servido para desdibujar por completo los perfiles distintivos
de su proyecto, condenándolo a la inoperancia. La izquierda debe tomar
nota de esta lección, siendo consciente de que la reafirmación de los
principios socialistas no nos exime de la obligación de elaborar una
agenda concreta y realista de políticas e iniciativas susceptibles de
ser asumidas por gobiernos posneoliberales. Hayek y los suyos tuvieron
estas recetas disponibles cuando el keynesianismo daba muestras de
agotamiento. Nosotros todavía no la tenemos, pero nada autoriza a pensar
que los obstáculos que existen son insuperables. En los treinta fueron
muchos los que dijeron que la burguesía había hallado en John M. Keynes
"el Marx burgués". Parafraseando esos dichos, podría decirse que las
fuerzas populares y todo el arco social condenado por los experimentos
neoliberales están a la espera de la aparición del "Keynes marxista",
capaz de sintetizar la crítica al capitalismo de Karl Marx con un
programa concreto de política económica capaz de sacar a nuestras
sociedades del marasmo en que se encuentran. La sola exposición de las
lacras y la miseria producidas por el capitalismo no bastará para hallar
una salida "por la izquierda" a la crisis actual.
Tercera
lección:
no aceptar ninguna institución establecida como inmutable. La práctica
histórica demostró que lo que parecía una "locura" en los años cincuenta
-crear 40 millones de desocupados en la OECD, reconcentrar ingresos,
desmantelar programas sociales, privatizar el acero y el petróleo, el
agua y la electricidad, las escuelas, los hospitales y hasta las
cárceles- pudo ser posible y a un bajísimo costo político para los
gobiernos que se empeñaron en dicha empresa. La "locura" de pretender
acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control
social de los principales procesos productivos, profundizar la
democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y "utópica"
que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de von Hayek
y Friedman. Su triunfo demuestra la "insoportable levedad" de las
instituciones aparentemente más consolidadas y de las correlaciones de
fuerza supuestamente más estables y arraigadas. ¿O es que habremos de
creer que, con el triunfo de la democracia liberal y el capitalismo de
libre mercado, la historia ha efectivamente llegado a su fin?
Debemos, en consecuencia, ser conscientes de que un proyecto socialista,
pensado de cara al siglo XXI, también es posible y que no es más utópico
que el que prohijaron los neoliberales en los años de la posguerra.
Ellos perseveraron y triunfaron. Si la izquierda persevera y tiene la
audacia de someter a revisión sus premisas y sus teorías, su agenda y su
proyecto político -tal cual lo hicieron Marx y Engels desde 1845 en
adelante- también ella podrá saborear las mieles del triunfo y el más
noble sueño de la humanidad podrá comenzar a cumplirse antes de lo
sospechado. Una curiosa coincidencia nos permite rematar este argumento
acerca del "realismo" de las utopías. Es curiosa porque se produce entre
dos intelectuales que difícilmente podrían estar más enfrentados entre
sí: Max Weber y Rosa Luxemburgo. Recordemos que el primero, con su
habitual mezcla de desprecio e irritación por los socialistas, llegó al
extremo de afirmar, según lo atestigua uno de sus más importantes
estudiosos, que "Liebknecth debía estar en un manicomio y Rosa
Luxemburgo en un zoológico". En 1919 y en dura lucha contra el pesimismo
y la desilusión que cundían en una Alemania derrotada y desmoralizada,
Max Weber tuvo ocasión de reflexionar, probablemente sin advertirlo,
sobre el papel de las utopías.
Como
sabemos, si había un tema muy ajeno a sus premisas epistemológicas
-fundadas sobre una rígida separación entre el universo del ser y el de
los valores- era precisamente la cuestión de las utopías. Sin embargo,
en La Política como Vocación escribió unas líneas notables en donde
reconocía que "en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se
intenta lo imposible una y otra vez", y exhortaba al mismo tiempo a
soportar con audacia y lucidez la destrucción de todas las esperanzas
-y, diríamos nosotros, de todas las utopías- porque, de lo
contrario,"seremos incapaces de realizar incluso aquello que hoy es
posible". Una reflexión no menos aguda había formulado -pocos meses
antes y en el mismo país- Rosa Luxemburgo. En vísperas de su detención y
posterior asesinato y avizorando con su penetrante mirada el ominoso
futuro que se cernía sobre Alemania y la joven república soviética, la
revolucionaria polaca decía que "cuanto más negra es la noche, más
brillan las estrellas". Lejos de extinguirse, la necesidad del
socialismo se acentúa ante la densa oscuridad que el predominio del
capitalismo salvaje arroja sobre nuestras sociedades. Son palabras
hermanadas aquéllas, de dos brillantísimos intelectuales que en grados
diversos coincidieron, sin embargo, en no renunciar a sus esperanzas y
en negarse a capitular: Weber ante "la jaula de hierro" de la
racionalidad formal del mundo moderno, Rosa ante el capitalismo y todas
sus secuelas. Sus palabras sugieren una actitud fundamental que no
deberían abandonar quienes no se resignan ante un orden social
intrínseca e insanablemente injusto como el capitalismo y que, pese a
todo, siguen creyendo que todavía es posible construir una sociedad
mejor.Fuente: Perspectiva Ciudadana
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