Cuanto más crecen las informaciones sobre el secuestro de Nagua, mayor es la evidencia de que lo ocurrido allí no es cuento para bobos. Y todo ha sucedido, precisamente, en momentos en que la sociedad dominicana debate una reforma constitucional signada por una amplia preocupación ciudadana por sus derechos.
Hay, sin embargo, una cuestión vieja, pero no menos mortificante. Y es la relación de las prácticas de las instituciones, en el día a día, con los preceptos legales. De la letra con los hechos.
Y en el caso del secuestro la separación es de espanto. Si miramos las cosas de final a inicio de los hechos veremos un episodio digno de cualquier régimen dictatorial. Dos ciudadanos detenidos por comunitarios, y un sencillo alcalde pedáneo de campo, son entregados uno directamente a la Policía y otro a la Marina, que posteriormente lo remite a la Policía también. Los medios locales toman fotos de uno de los detenidos y muchos de los campesinos locales obraron de testigos o co-partícipes de las detenciones. Sin dudas, según recoge toda la prensa, ambos estaban vivos y por tanto convertidos en presos por el inhumano e inaceptable método del secuestro.
Que mueran en un auténtico enfrentamiento a tiros con las autoridades policiales es comprensible. Y puede verse en cualquier sociedad democrática. Pero ejecutar a los prisioneros, A SANGRE FRIA, supera la historia de Truman Capote. Y ojalá fuera novela.
En esta hora de opiniones y contra-opiniones, discusiones y reclamos sobre derechos recibimos, como llamada de atención, este balde de agua fría.
De qué vale afanarnos de un catálogo de derechos constitucionales, de proclamar “un Estado Social y Democrático de Derecho, fundado en el respeto de la dignidad humana…”, si en vez de lumbre, asoman las tinieblas en el hacer cotidiano de la institución policial.
Lo que empieza a mostrar este caso debería provocar la protesta enérgica de todas las instituciones de la sociedad nacional. Aún se asuma la naturaleza criminal de las víctimas. El juicio público, oral y contradictorio, ante un juez, debería ser el destino obligado de los prisioneros, no la ejecución grosera, que luego se pretende encubrir con un manto de pesos a humildes campesinos. Para que callen las evidencias de esa nueva tragedia institucional, que revela la distancia que media entre la letra de la ley y las prácticas reales de las instituciones.
¿Es esto debilidad institucional?. ¿O error de la política policial?. ¿O ambas a la vez?
La investigación de los hechos tiene que ser convincente.