LAS DIMENSIONES REALES DE NUESTRA MISERIA
Ramón Tejada Read
Jueves 11 de Septiembre de 2008
Podría hablar de San José de Ocoa porque allí nací
y me crié y, por tanto, es el caso que mejor conozco.
Pero estoy seguro de que la historia de Ocoa y lo que padecen las
comunidades de aquella provincia con cada tiempo de lluvia es común a
muchísimas otras localidades de nuestro país.
Primero fue la deforestación que inició casi con la colonia y continuó
por siglos casi hasta hoy.
La preciosa caoba, el cedro formidable, el suave y flexible roble, la
cabirma finísima y olorosa…, montes y montes fueron desfilando en un
tiempo y en otro hacia los negocios de unos cuantos exportadores y hacia
las residencias de cuanta “autoridad” se antojara.
Pronto el monte no tenía nada y entonces lo sucedieron el conuco y los
pastizales para las vacas de don Fulano y don Zutano y para el campesino
la miseria, hasta que la naturaleza empezó a pasar la cuenta.
Pero ella avisaba con un derrumbe aquí y un deslave allá; con
desaparición de capa fértil aquí y un agrietamiento acullá; con la noria
que se seca aquí, el riachuelo que se encoge allá y el riacho que se
desborda en cada temporal.
Cientos y cientos de pequeños cursos de agua han desaparecido para dar
paso al torrente arrasador.
Los avisos, desde luego, no eran a la población ignorante, sino a las
autoridades que debían planificar el desarrollo del país y, por tanto,
el territorio nacional, estableciendo las propensiones y utilidades de
cada lugar —hábitat o ecosistema le llaman los entendidos— y
reconociendo las prioridades y los trabajos a realizar de prevención y
desarrollo acompañado siempre de la comunidad que debe entender y
aprender de los procesos y apoderarse de cada iniciativa estatal para
garantizar su continuidad.
La planificación del territorio se ha entendido que debe venir por obra
y gracia del Espíritu Santo y así es como la improvisación ha continuado
y hoy es el lloro y el crujir de dientes, sobretodo de las comunidades
empobrecidas y abandonadas.
El Presupuesto Nacional se concentra en las ciudades, así que todo el
mundo ha emigrado hacia ellas; así florecieron las villamiserias en cada
cabecera provincial.
Hacia Estados Unidos y hacia Europa han salido huyendo al desempleo y la
pobreza más de dos millones de compatriotas que ahora auxilian al país
enviando tres mil millones de dólares en remesas sin los cuales no
sabemos qué estaría pasando en nuestro país.
O sea que, en buen cristiano, Dios aprieta, pero no ahorca; o da la
llaga y también la medicina, podríamos consolarnos.
Es decir, el abandono del campo por la emigración masiva que huye de la
miseria, y alguna que otra política tardía restaron presión a los
montes, pero ya el daño estaba hecho.
Y hasta aquí hemos llegado por los caminos de Ocoa, aunque bien pudimos
haberlo hecho siguiendo las sendas de San Juan, Azua, Barahona,
Pedernales…
Porque, en realidad, lo que señala la tragedia de Ocoa — y las que de
tiempo en tiempo nos asaltan aquí y allá con cada temporal — no es otra
cosa que las dimensiones reales de nuestra miseria y el fracaso de los
modelos de “desarrollo”—sesgados, verticales, centralizados—ensayados
hasta ahora. ¿No le parece?
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