Por tradición el funeral entre los dominicanos suele ser una actividad social marcada por un ritual de solemnidad, tristeza, religiosidad y recogimiento, al menos para los deudos. La comunidad, el barrio, asumía por lo general una actitud de solidaridad, una expresión de apoyo a los familiares de los difuntos. A veces al punto de suspender actividades festivas, como las patronales, como símbolo de respeto al difunto de turno. Pero también los velorios eran escenarios para cuentos y tragos de algunos.
Habitualmente, los velatorios y entierros transcurrían en un ambiente de cierta solemnidad colectiva. De aflicción.
Ese modelo de comportamiento social ante la muerte ha venido cambiando en algunos círculos asociados al negocio de las drogas, que operan como autenticas tribus urbanas.
Los entierros de gente vinculadas al trafico de narcóticos siguen patrones distintos. Los rituales tradicionales, solemnes entre pobres y ricos, han sido sustituidos por un patrón festivo más próximo al bacanal, que a la melancolía del luto. Y velatorio y entierro se han convertido en demostración de poder local: masivos, a ritmo de reguetones, salsas, bachatas y bebentina incluida. Irreverentes a la tradición, como todo poder emergente.
El poder ejercido en vida por estos difuntos se entronca en la práctica de una solidaridad asistencialista y clientelar, capaz de generar una nueva legitimidad social, a cambio del silencio y la tolerancia a la actividad de comercio ilícito. Y todo ello con la complicidad de estamentos de la autoridad publica.
Aunque en barrios de Santo domingo es cosa sabida, cada vez es mas frecuente encontrarse en nuestras avenidas el cortejo estridente y desafiante de la nueva cultura en curso, que cuece sus habas en el silencio de la exclusión social generalizada, en una polaridad social cada vez más escandalosa.
En la medida en que crece la precariedad y la pobreza en amplios sectores populares y la desigualdad social continúe como uno de los rasgos más característicos de la sociedad nacional estaremos abocados a presenciar el crecimiento de esta subcultura.
Las políticas públicas relativas al narcotráfico son esencialmente enfocadas a la represión del fenómeno. Y como en la política clientelar, el narco responde desarrollando una trama de lealtades fundada en la conciliación de la asistencia social y un nivel de violencia selectiva y persuasiva.
Las políticas antinarcóticas, tal y como están concebidas, sin una profundización de las políticas sociales y de predistribución del ingreso nacional están condenadas al fracaso. La represión por si sola deja intacto el escenario propicio al consenso asistencialista en el barrio manejado por el narco.
Una cultura antinarcótica comunitaria no puede desarrollarse en medio de un régimen de exclusión y desigualdad social. Axial como la inversión de capitales externos precisa de confianza, igualmente las comunidades necesitan de ella para involucrarse en una estrategia antinarcótica. Y esta confianza de la comunidad solo se conseguirá asociándola al desarrollo de políticas públicas de atención a sus necesidades, que faciliten la ruptura del consenso actual con el narco de amplios sectores comunitarios.
Sin un cambio de visión la nueva cultura de los entierros continuara.