ELOGIO DE LO INÚTIL
lainsignia.org | Mario Bunge
26/09/2007
Ya había promediado la redacción de esta nota
cuando me llegó una invitación de la Universidad de Salamanca par
asistir a un acto académico en el que el doctor José María Cerveró
Santiago, catedrático de Física Teórica, disertaría precisamente en
defensa de lo inútil. Esta coincidencia no lo es tanto porque también yo
soy físico teórico y, como el colega salmantino, sé que algunos de los
resultados más hermosos de la física, tales como la teoría de Einstein
del campo gravitatorio y la teoría cuántica del campo electromagnético,
son casi inútiles. O sea, no sirven, por ahora, "nada más" que para
entender algunos aspectos de la realidad.
Hace poco, respondiendo a la inevitable pregunta de
un estudiante, "¿para qué sirve eso?", le contesté: "Para nada. ¿No le
parece admirable que haya gentes que se dan el lujo de preferir cosas
hermosas e ideas profundas a artefactos ingeniosos pero, a la postre,
superfluos o incluso dañinos, tales como los automóviles acorazados?"
Nuestros primos los monos antropoides no llevan
joyas. Tampoco las llevaban nuestros antepasados remotos. Las primeras
joyas datan de hace menos de 50 mil años. Las primeras pinturas
rupestres, tales como las de Altamira y Lascaux, son aún más recientes.
Las mujeres no empezaron a acicalarse sino hace unos pocos miles de
años, especialmente en el antiguo Egipto. Los primeros museos de arte y
jardines botánicos datan del Renacimiento tardío. Y los salones de
belleza fueron inventados hace poco más de un siglo. La técnica precede
al arte, como la utilidad a la belleza.
¿Para qué sirve saber que hay infinitos números
primos, que las distancias entre las galaxias están aumentando, que los
hombres de Neanderthal fueron reemplazados por los de Cromañón y que las
cabezas de éstos eran mayores que las nuestras? Para nada. ¿Qué utilidad
tiene una sinfonía de Beethoven, una pintura de Velázquez o un relato de
García Márquez? La misma que las joyas, las ropas elegantes, los
teoremas matemáticos o los hallazgos paleoantropológicos. O sea,
ninguna.
No se busca la verdad ni la belleza por sí mismas a
menos que se haya asegurado el sustento: Primum vivere, deinde
philosophari. Pero no se es plenamente humano a menos que se aprecien la
verdad y la belleza por sí mismas. O sea, a menos que se ame lo inútil
que emociona o que hace pensar, sin esperar recompensa material alguna.
Sin embargo, la diferencia entre lo útil y lo
inútil puede ser transitoria. Hace medio siglo, cuando Francis Crick y
James Watson descubrieron el llamado código genético, supieron que con
ello la biología molecular alcanzaba la mayoría de edad y que a partir
de ese momento se desarrollaría con el vigor y la rapidez propias de una
ciencia joven. Pero no sospecharon que pocas décadas después también
nacería toda una industria fundada sobre esa ciencia, ni que uno de
ellos, Watson, haría fuertes inversiones en dicha industria (Crick, en
cambio, siguió ocupándose de temas inútiles, tales como el origen de la
vida y la naturaleza de la psiquis).
Otro de mis ejemplos favoritos es el de Apolonio,
el primero en describir las secciones cónicas: elipse, parábola e
hipérbola. Estas curvas son hermosas pero no fueron utilizadas hasta el
siglo XVII, cuando Galileo se sirvió de la parábola para describir la
trayectoria de una bala, y Kepler usó la elipse para describir la órbita
de un planeta. El efecto fotoeléctrico, descubierto hace poco más de un
siglo, encantó a los físicos porque no depende críticamente de la
intensidad luminosa sino de la frecuencia. Durante mucho no sirvió sino
para despertar o satisfacer la curiosidad. Eventualmente, a un ingeniero
se le ocurrió utilizarlo para abrir y cerrar circuitos eléctricos al
paso de una persona. Desde entonces no hay ascensor, escalera mecánica
ni máquina-herramienta sin célula fotoeléctrica. Además, la explicación
del efecto le valió a Einstein la mitad de su Premio Nobel. Obtuvo la
otra mitad por explicar el movimiento browniano como efecto de choques
moleculares. Esta fue otra hazaña que no tuvo repercusiones prácticas
sino muchos años después.
Ayer, un estudiante me anunció que alguien está
pensando en privatizar la astronomía. ¡Qué gran idea! Si alguien
comprara un observatorio astronómico iría pronto a la quiebra, con lo
que mostraría al gran público que hay objetos sagrados fuera de los
templos. Entre esos objetos figuran la ciencia básica, las humanidades y
las artes. Estas tres vestales son sagradas porque son patrimonio de la
humanidad y porque quien intenta sacar utilidad inmediata de ellas las
ensucia y se ensucia.
Lo que pasó con el arte bajo los regímenes
autoritarios es elocuente: fue estatizado y, con ello, corrompido. Por
ejemplo, en la Unión Soviética la exigencia de atenerse a los preceptos
del llamado realismo socialista, que es una versión del utilitarismo,
limitó la imaginación de los escritores, artistas plásticos y músicos.
Por cierto que siguió habiendo artistas originales, pero no gozaron de
apoyo estatal y sus obras no se incorporaron al bien común.
En resumidas cuentas, no exijamos que todo lo que
hagamos tenga una utilidad inmediata. Basta que sean buenas, basta que
nos ayuden a gozar de la vida. Al fin y al cabo, la búsqueda y el goce
de lo inútil distinguen al ser humano de sus parientes de otras
especies. Por esto propongo este nuevo nombre para nuestra especie: Homo
inutilis.
Fuente: Perspectiva Ciudadana
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