Es una buena noticia que el Estado haya sido condenado por un tribunal a pagar más de un millón de pesos en indemnización a un ciudadano al que mantuvo por 14 meses en prisión y resultó inocente de los cargos que se le imputaban.
Y lo es, primero, porque establece un precedente que probablemente obligará a las autoridades gubernamentales—policiales, en este caso—a actuar con mayor diligencia en lo adelante.
Segundo, en virtud de esa condena, la ciudadanía queda informada de que el Estado, ya sea en su manifestación nacional (el gobierno), como local (los ayuntamientos) es demandable toda vez que incurra en actos que violen los derechos de ciudadanos y ciudadanas.
Esto es, la ciudadanía cuenta con el instrumento legal para exigir el respeto de sus derechos y que las instituciones cumplan con sus deberes.
Y no es poca cosa que caminemos en ese sentido. Hasta ahora hemos visto a empresas y empresarios privados demandar por tal o cual razón a las instituciones oficiales, pero no hay una práctica de ciudadanos que hagan lo propio toda vez que son afectados en sus derechos.
Lo digo a propósito de colmadones, tugurios y garitos de toda laya que pululan por la Capital y por todo el país llevando la zozobra a cada vecindario sin que las autoridades municipales digan o hagan nada.
No lo veo sólo en los barrios a los que visito con frecuencia; lo siento en carne propia porque al lado de mi casa tengo uno de tales adefesios y espero no tener que echar mano al recurso de la demanda contra el Ayuntamiento del Distrito Nacional.
Tales negocios no cumplen con las disposiciones legales, pero se establecen dondequiera amparados en que no hay quien haga cumplir la legislación nacional y municipal y, peor aún, porque las autoridades no parecen estar informadas de que su función fundamental es velar por el bienestar de la comunidad que los elige.
Por eso es cuando menos interesante ver a las instituciones de vez en cuando juzgadas y condenadas.