Los hombres y mujeres cuya actuación y pensamiento, en lo fundamental, persiguen objetivos superiores suelen ser objeto de odio y aprecio. Todo a una vez.
De Juan Bosch se ha dicho y escrito de todo. Unos desde el odio y la pasión ciega. Otros desde el cariño y el aprecio. Pero dentro de estos y de aquellos han surgido en estos días del centenario manadas de admiradores. Cada uno contando anécdotas vividas junto al él. Todos celebrando la grandeza del presidente sietemesino, a veces, hasta el ridículo. Boca y tinta para el Maestro en su día.
La prensa y la televisión nos han servido las opiniones más diversas sobre la vida y obra de Juan Bosch. Pero el Centenario pareció fragmentar la figura de don Juan. A todos complace hablar del escritor. De las virtudes trascendentes de su escritura, de la gran cantidad de cuentos, novelas, historia, sociología y política que nos legó. Su pasión inagotable por la literatura. La brillantez y lo llano de su estilo.
Todos celebrando la fuerza ética de su vivir y la internacionalidad de su figura literaria.
Hay, sin embargo, un rasgo trascendente en Juan Bosch, que resulta una suerte de rayo transversal de toda su vida intelectual, ética y política: su aflición permanente por la justicia social. Una pena, una preocupación, una exaltación literaria y política perenne de la pobreza e injusticia social nacionales, a veces conceptualizada con el término de “atraso social y político”.
Se cuece una suerte de culto consensuado al personaje, que más bien induce a misa de contricción dominical que a rebeldía ante la pobreza y la injusticia social, y que tanto le conmovían. Es un Bosch nuevo, sin las púas de su lengua y sin la fuerza de su denuncia insidiosa y constante, que tanta angustia generaba al poder social y político que le adversaba. Y más bien recuerda al Bosch del Alzheimer, manso y desvalido, ido, inerme.
Se pretende trocar al gladiador social comprometido en gatito de mesa al que todos acarician. Un Bosch sin el llamado constante a la justicia social, al sacrificio y a la fuerza moral del ejemplo, es un superministro cualquiera. Un Bosch neutro, que no toma ni tiene partido, es una caricatura indigna.
Rendir homenaje a Juan Bosch no es ni puede ser obra de discursos y ceremonias solemnes, más proclives a enaltecer al escritor y sus anécdotas, pero sesgando el nido de su preocupación social en su praxis política y sus letras memorables.
Al Bosch integral, entero, quítesele la paja de sus defectos, pero el país precisa de ese paradigma hoy más que ayer. Su ejemplo tiene poder.